jueves, 23 de noviembre de 2017

Esto se dijo...

“Las armas nacionales… se han cubierto de gloria…  puedo afirmar con orgullo, que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo el ejército mexicano durante la larga lucha que sostuvo”. Del parte del General Ignacio Zaragoza sobre la batalla de Puebla,  9 de mayo de 1862.

El 17 de julio de 1861, el gobierno mexicano dispuso una serie de medidas, de las cuales la más trascendente, a los efectos de sus relaciones con otros países, fue la suspensión por dos años del pago de la deuda externa. 

Hubo una fuerte reacción de Francia, España y Gran Bretaña, quienes por la Convención de Londres suscripta el 31 de octubre de 1861, se comprometieron a enviar “a las costas de México fuerzas de tierra y de mar combinadas”, suficientes para tomar y ocupar “las diferentes fortalezas y posiciones militares mexicanas”. 

Luego de variadas circunstancias que no es del caso relatar en este lugar, afloraron desacuerdos entre españoles y británicos por un lado y por el otro los franceses, fundados en la renuencia de los primeros con relación al propósito intervencionista francés en los asuntos internos de México.

El 16 de abril Francia declara la guerra, por una proclama dirigida al pueblo mexicano, que así concluye: “La bandera francesa ha sido clavado en territorio mexicano, esta bandera no retrocederá. Que los hombres sabios la acojan como una bandera amiga. ¡Que los insensatos osen combatirla!” 

El 20 de abril, el General Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, “general en jefe del cuerpo expedicionario en México” proclamaba: “La nación mexicana no debe inquietarse, ya que la guerra ha sido declarada contra un gobierno inicuo que ha cometido ultrajes inauditos contra mis compatriotas, por los cuales, creedme, sabré obtener una conveniente reparación”.

Y El 26 de abril de 1862, Lorencez se dirigió a su Ministro de Guerra con incontenible arrogancia: “Somos tan superiores a los mexicanos en raza, organización, moralidad  y elevados sentimientos que ruego a Vuestra Excelencia informar al Emperador que, a la cabeza de seis mil soldados, ya me he adueñado de México”.

Pero una vez más quedó demostrado en los hechos que la arrogancia, la soberbia y el menosprecio por el adversario no ganan batallas. El 5 de mayo de 1862 las tropas mexicanas al mando del general Ignacio Zaragoza derrotan sin atenuantes a las del Conde de Lorencez. Los seis mil quinientos soldados de los que se ufanaba fueron enfrentados por un ejército de unos doce mil hombres, la mayoría de los cuales carecía de instrucción militar y de equipo adecuado. 

Esta hazaña es recogida por la historia como la Batalla de Puebla o del Cinco de Mayo, y recordada para siempre por el parte del infortunado General Zaragoza (fue a la batalla a pocos de días de fallecida su esposa y murió meses después de Puebla a  los treinta y tres años).

La cuestión de la deuda fue, para Napoleón III y según sus propias palabras, un mero pretexto. El verdadero propósito del Emperador había quedado claramente manifestado en una carta remitida el 19 de octubre de 1861 al embajador francés en Londres, August-Charles Flahault. Decía allí Napoleón que por muchos años había recibido pedidos de “gente importante” de México para instaurar una monarquía, la “única capaz de restablecer el orden”. Pese a la simpatía que le despertaba tal causa, tuvo que responder a esa gente “que no tenía un pretexto para intervenir en México… debemos esperar mejores días”. “Pero ahora, acontecimientos imprevistos han cambiado el cariz de la situación”. 

Por un lado, la Guerra de Secesión alejaba el peligro de una reacción de los Estados Unidos frente a una intervención europea en México y por el otro, “los ultrajes del gobierno mexicano han dado razones legítimas para intervenir en México”. “Así las cosas, tengo un solo propósito: ver protegidos y preservados los intereses de Francia a través de una acción futura que rescataría a México de la devastación por los indios o de una invasión norteamericana…”. 

No obstante, unos días más tarde, se firmó la citada Convención de Londres, en la que las partes se comprometieron “a no buscar por sí mismas, en el marco de las medidas coercitivas previstas..., ninguna adquisición de territorio, ni ninguna ventaja en particular, ni a ejercer, en los asuntos internos de México ninguna influencia de tal naturaleza que pueda atentar contra el derecho de la nación mexicana de elegir y constituir libremente su forma de gobierno”. 

Napoleón III había propuesto al Archiduque Maximiliano para ocupar el trono del “imperio mexicano”, por razones que nada tenían que ver con México y menos con su pueblo (“por mi lado, debo reconocerlo, he creído de buen gusto proponer a un príncipe perteneciente a una dinastía con la cual he estado en guerra recientemente”, decía en su carta a Flahault). 

La aventura de la intervención francesa y del Imperio Mexicano concluyó, como es sabido, el 19 de junio de 1867. Maximiliano de Habsburgo fue fusilado en Querétaro y tal vez en ese momento haya resonado en sus oídos la premonitoria oda de Carducci:“Massimiliano, non ti fidare/torna al castello di Miramare…” 

© Rubén A. Barreiro 2015-2017

martes, 3 de octubre de 2017

Esto se dijo…

“¡No blasfemen muchachos, no blasfemen, y dispárenles!”, Reverendo George Smith durante la batalla de Rorke’s Drift (1879).

“Alabad al Señor y pasad las municiones”, Reverendo Howell Maurice Forgy durante el ataque japonés a Pearl Harbour (1941).

La presencia de capellanes en las filas militares es de larga data. Algunos autores la hacen remontar a mil seiscientos años, enlazándola con la emocionante historia de San Martín de Tours, soldado él mismo, cuando divide en dos su capa (cappella) para socorrer a un mendigo acosado por el frío. Conservada como reliquia (cappa Sancti Martini), era llevada por los reyes merovingios en la batalla, y custodiada por un fraile (cappellanu) quien además de tal misión atendía las necesidades espirituales del monarca. Con el tiempo, los religiosos que acompañaban a los ejércitos se denominaron cappellani, y entre nosotros, capellanes (Bergen).

domingo, 11 de junio de 2017

Esto se ha dicho...


“La próxima vez, recuérdenlo, los alemanes no cometerán ningún error. Penetrarán en el Norte de Francia y se apoderarán de los puertos del Canal para utilizarlos como base de sus operaciones contra Inglaterra”. Mariscal Ferdinand Foch



El Mariscal Foch, generalísimo de los ejércitos aliados vencedores en 1918, ya en enero de 1919 expresaba a los corresponsales que lo rodeaban en Tréveris, la vieja ciudad alemana, que “Alemania está ahora vencida, pero con sus recursos, especialmente los humanos, su recuperación en un tiempo comparativamente corto es muy posible. Es ahora deber de los Aliados prevenir futuras agresiones”

Su idea respecto de la “prevención de futuras agresiones” se basaba tanto más en una cuestión territorial que en la limitación de armamentos, sobre la que tenía una rigurosa y restrictiva posición. Así, en la misma época dijo: “Es en el Rhin donde debemos refrenar a los alemanes. Apoyándonos en el Rhin haremos imposible para ellos recomenzar el golpe de 1914. El Rhin es la barrera común de los Aliados, precisamente aquellos que se han unido para salvar la civilización… es la garantía de paz para todas las naciones que han vertido su sangre por la causa de la libertad…” 


Como lo afirma Margaret MacMillan en su monumental “París, 1919”“Foch quería más que una Alemania desarmada. Quería una Alemania mucho más pequeña”. Veía a Renania, es decir el territorio alemán al Oeste del Rhin, como “la base de entrada y reunión” que daba a Alemania la oportunidad para repetir su ataque de 1914, tal como se refleja en la frase que motiva este comentario. 


Como es sabido, Renania, por el Tratado de Versalles, sería ocupada hasta por quince años por fuerzas aliadas e, independientemente de ello, sería permanentemente una zona desmilitarizada. A los diez años, los aliados cesaron la ocupación. El 7 de marzo de 1936 las tropas del Tercer Reich recuperaron su presencia en la zona. El 1° de septiembre de 1939 comenzaba la Segunda Guerra Mundial. 


La más célebre de las frases de Foch con relación a lo decidido en Versalles, “esto no es la paz, es una armisticio por veinte años”, se hacía realidad con cronológica precisión. Y daba pie, tal vez, a su agria afirmación: “Guillermo II perdió la guerra…Clemenceu perdió la paz”.


© 2017 Rubén A. Barreiro 

domingo, 4 de junio de 2017

Esto se dijo... 

 "Todo esto está muy bien, pero, ¿quién es el General Moltke" 


En ocasión de la batalla de Königgratz (Sadowa), durante la guerra Austro-Prusiana de 1866, el Jefe del Estado Mayor de Prusia, General Helmuth Karl Bernard von Moltke, envió a un oficial con órdenes para el comandante de una de las divisiones del ejército prusiano, ya empeñada en la gran batalla.

La frase del comandante en cuestión, al enterarse de las órdenes, parece exorbitar la realidad, ya que es poco creíble que ignorara quién era el Jefe del Estado Mayor desde hacía casi diez años. 

Pero hay una explicación: recién a partir del 2 de junio de 1866 el Jefe del Estado Mayor pudo comunicar directamente sus órdenes operativas a quienes habrían de ejecutarlas, las que hasta ese momento eran transmitidas a través del Ministerio de Defensa. La guerra comenzó el 14 de junio. El Ministro de Guerra prusiano, Albert von Roon, pujaba ante el rey Guillermo por influir decisivamente sobre las actividades militares. Contaba para ello con la actitud de Moltke, indiferente a los cabildeos políticos, de carácter de retraído y volcado totalmente a su tarea en el Estado Mayor, con la cual, junto a Bismarck, fue el artífice del proceso político-militar de unificación alemana, que culminó en 1871. 

Por cierto, fue a partir del triunfo sobre Austria que Moltke, "sorpresiva e inesperadamente", se convirtió en el más prominente de los consejeros militares del Rey Guillermo. 

 © Rubén A. Barreiro 2014-2017

martes, 28 de marzo de 2017

Esto se dijo…


“¿Quién teme a unos pocos malditos hunos? Francis Genfrell, oficial británico, Victoria Cross, poco antes de caer en la segunda batalla de Ypres (1915).

Hunos, palabra repetida miles de veces en diarios personales, cartas, titulares de periódicos, poesías, posters de propagada, utilizada por los medios y combatientes anglófonos (británicos, estadounidenses, australianos) de la Primera Guerra Mundial para designar a sus adversarios alemanes. Para la propaganda aliada, el “huno alemán” era equivalente a “barbarie, desprecio por la ley y falta de urbanidad”, lo cual fue “una constante del mensaje aliado, tanto en el frente interno como en el internacional hasta los días finales de la guerra” (Lisa M. Todd).

domingo, 12 de marzo de 2017

Esto se dijo…

Para W.R.Hearst, New York Journal: “Todo está en calma. Aquí no hay problemas. No habrá guerra. Quiero volver. Remington”.

Para Remington, Habana: “Por favor, quédese. Provea las imágenes. Yo proveeré la guerra. W.R.Hearst”.

Pocas veces un diálogo tan improbable ha logrado, no obstante, una enorme difusión y continúa siendo citado más de un siglo después de los hechos a los que el mismo se refiere. Este intercambio de telegramas ha sido considerado como el mayor de los mitos surgidos de la guerra entre los Estados Unidos y España de fines del siglo XIX.

Desde febrero de 1895, los patriotas cubanos habían iniciado una revolución contra el ocupante español de la isla. De inmediato, desde los Estados Unidos comenzaron a llegar enviados de diferentes periódicos para cubrir los acontecimientos, presencia que se acrecentó conforme avanzaron los hechos revolucionarios. No en vano, entre las muchas denominaciones con que se conoció el conjunto de tales hechos, se encuentra la de “guerra de los corresponsales”.

Entre los periódicos que destacaron corresponsales se encontraban el New York World de Joseph Pulitzer y el New York Journal de William Randolph Hearst. Ambas publicaciones competían duramente en un campo caracterizado por el sensacionalismo, las noticias expuestas con trazos gruesos, titulares catastróficos y con una clara tendencia a la explotación del escándalo. Conformaban, principal aunque no excluyentemente, el núcleo duro de lo que un competidor más equilibrado había denominado con sarcasmo “prensa amarilla”.

A principios de 1897, Hearst envió a Cuba al prestigioso periodista Richard H. Davis, acompañado por Frederic Remington, un prominente pintor, escultor e ilustrador, quien proveería de imágenes a los envíos de Davis. No mucho tiempo después de su llegada, Remington, “presa del aburrimiento”, decidió regresar a los Estados Unidos, aunque llevó con él una serie de ilustraciones sobre lo que estaba ocurriendo en Cuba que pronto tuvieron gran difusión a través del Journal.

El Journal anuncia el envío a Cuba de Davis
y Remington
En 1901, James Creelman echa a rodar la historia de los telegramas. Publica un libro con sus memorias ("On the Great Highway: The Wanderings and Adventures of a Special Correspondent"), en el cual los transcribe. No existe ninguna otra fuente que se refiera a los mismos y tampoco evidencia alguna de su existencia y, por el contrario, muchos hechos arrojan dudas sobre la misma. No obstante, este intercambio de telegramas, como lo señala Joseph Campbell, constituye una de las más famosas historias del periodismo estadounidense, citada con frecuencia por periodistas y comunicadores “y se utiliza como una evidencia convincente acerca de cómo la prensa amarilla, liderada por el New York Journal, forzó la guerra de los Estados Unidos contra España en 1898” ("Not likely sent: The Remington-Hearst "telegrams",título que lo dice todo, “Probablemente no enviados, los telegramas Remington-Hearst”).

A través de las investigaciones de Cambell y otros autores, ha quedado bastante claro que los telegramas en cuestión no habrían existido. Pero ello no significa disminuir la influencia que no sólo la “prensa amarilla”, sino muchos periódicos más serios y equilibrados tuvieron en predisponer a la opinión pública para una guerra de los Estados Unidos contra España. 

Por cierto, el caso más decisivo fue el del acorazado Maine, que voló en el puerto de La Habana el 15 de febrero de 1898, con gran pérdida de vidas entre sus tripulantes. Pero tal episodio no fue sino la culminación de una campaña periodística encabezada por ambos periódicos, primero en favor del reconocimiento de la beligerancia de los rebeldes cubanos, pronto transformada en un sistemático ataque al gobierno colonial español, basado en la explotación de casos de atrocidades y abusos atribuidos a dicho gobierno, expuestos con el estilo sensacionalista y sesgado ya conocido. 
  
El Journal continúa con el hundimiento del Maine,
cuya "destrucción fue la obra de un enemigo".
Marcus Wilkinson, autor de una notable obra que trata sobre la influencia de la prensa en la opinión pública en el caso de “la guerra del 98”, aunque el subtítulo promete una lectura provechosa sobre un tema mucho más extenso y gravitante (Public Opinion and the Spanish-American War. A Study in War Propaganda), dice que el desastre del Maine fue probablemente la noticia más importante desde el asesinato del presidente Garfield en 1881, sobre la cual la prensa sensacionalista machacó con todo los medios a su alcance: desde el envío de buzos para investigar el origen de las explosiones, hasta la institución, por el Journal, de una recompensa de 50.000 dólares para quien aportara datos sobre quienes habían sido los responsables del desastre y el comienzo de una colecta de fondos para la erección de un monumento nacional dedicado a las víctimas del Maine. Wilkinson concluye: “La explosión del Maine ocurrió en un momento en que la opinión pública de los Estados Unidos y España había sido exacerbada por la prensa de ambos países. El misterio que rodeaba el desastre y los rumores que corrían sobre las causas probables del mismo brindaban la oportunidad a los periódicos sensacionalistas para publicar gran cantidad de despachos, muchos de los cuales no se basaban en nada tangible sino en meras conjeturas, que se distribuían por todo el país. Con la inmediata atribución del desastre a la traición de España, estos periódicos dieron nuevo ímpetu al reclamo de una intervención en Cuba y de la guerra con España”.

El 21 de marzo de 1898 la Corte Naval de Investigación a cargo de lo ocurrido con el Maine determinó que, en su opinión, el buque fue destruido por la explosión de una mina submarina, aunque no pudo reunir evidencia para atribuir responsabilidades de tal destrucción.

El 17 de abril de ese año, el Evening Journal, periódico de Nueva York y no considerado como integrante de la "prensa amarilla", títuló en primera página y con enormes caracteres: ¿Guerra? ¡Por supuesto!...(Jess Giessel,"Black, White and Yellow. Journalism and Correspondents of the Spanish-American War").

Pocos días después, el 25 de abril, el Congreso de los Estados Unidos declaró la existencia del estado de guerra con España a partir del 21 de dicho mes.

El 12 de agosto de 1898 los beligerantes acordaron un armisticio. Y el 10 de diciembre, por el Tratado de París, concluyeron la paz. El Imperio Español había quedado reducido a un puñado de enclaves africanos.

Cierra Wilkinson su obra con un párrafo tan elocuente como certero: “La prensa sensacionalista finalmente había triunfado. Liderados por el World y el Journal, los periódicos tendenciosos, después de haber preparado cuidadosamente el escenario para el acto final del drama de la propaganda de guerra, “trabajaron” la explosión del Maine sin restricciones, exponiendo al público americano a un bombardeo de verdades a medias, hechos deformados, rumores y despachos falsos. Percibiendo la tendencia popular, una administración vacilante, alentada por un Congreso “patriotero”, propuso la guerra contra una nación que ya se encontraba al borde del colapso originado en conflictos internos y rebeliones”.

Es harto improbable, como queda dicho, que el intercambio de telegramas haya ocurrido. Pero ello no obsta para que quede en claro que Hearst, junto con muchos de sus colegas y competidores, hizo todo lo que estuvo a su alcance para “proveer” una guerra. Por alguna razón, esta breve pero trascendente contienda fue conocida por el gran público estadounidense como “la guerra de los periódicos” o “la guerra de Mr. Hearst”.

En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos se conserva esta caricatura de León Barlett, que data del 29 de junio de 1898. El resumen de la biblioteca expresa: "Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst, de cuerpo entero, vestidos como Yellow Kid [ver más abajo] empujan desde lados opuestos un bloque de madera donde se lee GUERRA". La disputa parece referirse al rol que cada uno pretende sobre la campaña de sus periódicos para incitar a la opinión pública a favor de la guerra. Hearst exclama: "Esta es mi guerra. La compré y pagué por ella...". Ambos visten unas túnicas amarillas, como un personaje de las historietas que aparecía en las ediciones dominicales de ambos periódicos, llamado Yellow Kid (el Chico Amarillo). El periódico New York Press publicó un artículo dedicado a aquellas publicaciones a las que despreciativamente denominó "Yellow Journalism",  "periodismo amarillo", expresión que ha llegado a nuestros días con fuerza creciente.  


© 2017 Rubén A. Barreiro

miércoles, 4 de enero de 2017

La Tregua de Navidad 
Bibliografía 

Ashworth, Tony, Trench Warfare 1914-1918: The Live and Let Live System, Macmillan Press, Londres, 1980. 

Baker, Chris, The Truce: The Day the War Stopped, Amberley Publishing, Amberley, 2014. 

martes, 3 de enero de 2017

Diciembre de 1914


La Tregua de Navidad

Tercera Parte

¿Por qué fracasó la iniciativa papal para que los beligerantes observaran una “Tregua de Dios”? Poco después de asumir su pontificado, Benedicto XV propuso una “Tregua de Dios” por  la cual cesaría la lucha durante el periodo de Navidad. Más allá de ciertas dificultades formales, como el uso de diferentes calendarios (gregoriano y ortodoxo) o la predominancia de otra religión (el caso de